Ramón tiene 35 años y es ingeniero agrónomo. Hace diez años tomó una decisión valiente: dejar su trabajo en la ciudad y volver al campo, a su pueblo en la provincia de Almería, para trabajar junto a su padre en el cultivo de almendros. En su familia, las manos han trabajado la tierra durante generaciones. Pero hoy Ramón no está seguro de si tomó la decisión correcta.

Hoy, después de una década de madrugar con el sol, lidiar con plagas, papeleo, normativas, mercados inestables y temporadas imprevisibles, se encuentra mirando al cielo. No llueve. Estamos en plena ola de calor. Los cambios de temperatura a destiempo amenazan con arruinar la cosecha. Las flores de los almendros no cuajaron como deberían, y el suelo, sediento, ya no responde como antes. Ramón duda. No de su vocación, sino de la viabilidad de seguir adelante. Porque producir alimentos nunca fue fácil, pero ahora las condiciones se han endurecido, y el margen de error es mínimo.

Y sin embargo, no está solo. Como Ramón, hay miles de jóvenes que han apostado por seguir trabajando la tierra. Pero la realidad es que el campo, hoy, no es tan atractivo como debería. Hay presión por todos lados: climática, emocional, económica. La cadena agroalimentaria vive bajo una tensión constante, entre las exigencias de sostenibilidad ambiental, las demandas del consumidor, y los delgados márgenes que impactan con fuerza la viabilidad económica de la cadena agroalimentaria.

El consumidor: tú, yo, todos

Somos consumidores. Vamos al supermercado, elegimos tomates que se vean bonitos, cereales con etiquetas “eco” y yogures sin aditivos. Nos gusta pensar que elegimos bien. Pero, con razón, el factor que rige las decisiones suele ser el precio. Cada ida al supermercado se vuelve en una sesión de lectura de etiquetas, cálculos de precios por kilo y una pizca de culpa ambiental que, a veces, se resuelve con un “venga, compro estos que son de aquí, aunque sean un poco más caros”.

Pero además, ir al supermercado es también una ilusión en la que no existe ni el espacio ni el tiempo que rige los ciclos naturales, está todo disponible siempre y exigimos que así sea. Pero…¿qué hay detrás de cada alimento que llega a nuestra mesa?

Antes que nada, hay tiempo. La naturaleza no funciona en modo exprés. Los cultivos crecen a su ritmo, enfrentan plagas, sequías, vientos, y necesitan cuidados que no se pueden apresurar. Después, hay tecnología. Innovación que ayuda a anticiparse, a reducir riesgos, a ganar eficiencia. Herramientas que acortan tiempos, optimizan recursos y permiten seguir produciendo en un contexto cada vez más exigente.

Pero sobre todo, hay personas. Agricultores como Ramón, pero también técnicos, transportistas, operarios, investigadores, personal de logística y distribución. Familias y equipos que planifican, arriesgan e invierten su tiempo y conocimiento para que los alimentos lleguen a su destino. Y junto a ellos, recursos naturales: agua, suelo, biodiversidad. Todo esto está detrás de cada elección que hacemos al llenar el carrito.

Por eso hablamos de sostenibilidad económica. Porque si exigimos productos más sanos, más locales, más sostenibles… también necesitamos entender lo que cuesta hacerlos posibles. No se puede pedir duros a pesetas.

De la reflexión a la acción: equilibrar y alinear

Ese equilibrio empieza por fortalecer la industria transformadora y auxiliar, el tejido que conecta el campo con la tecnología, la distribución, la calidad y la productividad. Hablamos de empresas que no solo acompañan, sino que lideran: desde quienes desarrollan sensores y soluciones de agricultura de precisión hasta quienes trabajan en conservación, procesamiento o mejora de cultivos. Son esenciales para que todo el sistema avance al ritmo que necesitamos.

Solo si esta industria tiene músculo, herramientas y visión a largo plazo podremos mantener el equilibrio entre lo que se produce, cómo se produce y lo que cada uno espera al final: calidad, disponibilidad y precio justo.

La sostenibilidad de verdad implica que el campo pueda sostenerse. Hablamos mucho de sostenibilidad ambiental, pero pocas veces de la económica. Sin la una, la otra no se sostiene. Y sin ambas, el sistema no aguanta.

Hoy la innovación en el sector agroalimentario avanza, sí, pero muchas veces a contracorriente. Cada actor de la cadena empuja como puede, con esfuerzo, creatividad y compromiso. El siguiente salto, el que transforme de forma estructural, requiere una mirada más ambiciosa, que entienda que la alimentación no es un lujo, sino una necesidad básica que demanda visión, tecnología… y recursos.

Porque detrás de cada decisión de inversión bien dirigida hay un campo que puede avanzar, una industria que puede adaptarse y un futuro que puede sostenerse.

¿Te interesa leer más reflexiones como esta?

Descárgate nuestro libro blanco aquí y mantente atento a los próximos artículos sobre los retos y oportunidades del sector agroalimentario.